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La irrupción silenciosa de Andrés Bello

La revista Capital [1] publicó un interesante artículo de Alejandro San Francisco . Éste trata sobre uno de los hombres más destacados en nuestro país durante el siglo XIX.  Por medio de la narración de su vida y la situación política de Chile en aquel entonces, el autor, nos explica la obra trascendente realizada por Andrés Bello.

 

Hace 180 años, un 25 de junio de 1829, el sabio venezolano llegaba a Valparaíso, pese a que Simón Bolívar intentó evitarlo porque pensaba que su talento se perdería en “el país de la anarquía”. Aparte de crear el Código Civil y la Universidad de Chile, jugó un papel clave en el desarrollo de la nación. Un legado extraordinario que aún perdura.

 

Chile tenía un ambiente político muy confuso hacia 1829.

Por una parte, recientemente había comenzado a regir la nueva Constitución Política de 1828, de carácter liberal. El cónsul norteamericano Sam Larned se aventuró a decir que el apoyo recibido por la nueva carta indicaba que “llegará a ser permanente”. La misma idea positiva se puede apreciar en el discurso de septiembre de 1829 de Francisco Ramón Vicuña: “nuestra patria goza de un reposo perfecto”, dijo jactanciosamente el gobernante en esa ocasión.

Sin embargo, la realidad era un poco más compleja. Chile llevaba ya varios años de ensayos institucionales que coexistían con un desorden político permanente. Desde la caída de O’Higgins en enero de 1823, hasta comienzos de 1829, bajo el gobierno de Francisco Antonio Pinto, había tenido 22 gobiernos, de duración muy breve e irregular. Las fórmulas constitucionales ensayadas eran varias, después de las dos cartas del Padre de la Patria en 1818 y 1822: ya en 1823 Juan Egaña había logrado la aprobación de la llamada Constitución moralista; en 1826 se produjo el ensayo federal de José Miguel Infante; dos años después la Constitución liberal afirmaba que había llegado “el día solemne de la consolidación de nuestra libertad”. Muchos tenían razón para dudar: pronto se iniciaría una guerra civil que enfrentaría a los pipiolos (liberales) con los pelucones (conservadores), en parte producto de una crisis asociada a la interpretación sobre la forma de elegir al vicepresidente de la República. Chile parecía no poder escapar de su permanente mezcla de ensayo y error.

Con todo, no fue un año inútil. En 1829 se estaba produciendo, más silenciosamente, sin arengas militares ni grandilocuencias de autoafirmación política, uno de los sucesos más importantes de toda la historia de Chile: el 25 de junio de ese año arribó a Valparaíso el venezolano Andrés Bello, quien se trasladó a Santiago para cumplir funciones en el gobierno. En una carta escrita por Simón Bolívar a un amigo común, Fernández Madrid, pedía rescatar al sabio y no dejarlo perder en “el país de la anarquía”, es decir, en Chile. Felizmente la carta llegó tarde y Bello arribó a estas tierras para cambiar su propia vida, marcada por dos periodos claramente definidos: hasta 1810 en su natal Venezuela, y desde entonces hasta 1829 en Inglaterra, país al que había llegado en misión diplomática para procurar que reconociera la independencia venezolana.

¿Quién había sido Andrés Bello hasta su llegada a Chile?

Nacido en 1780, había recibido una importante formación en latín, francés e inglés, a lo que sumó en sus años londinenses los estudios autodidactas de italiano y griego antiguo, y tal vez de alemán. Incluso su facilidad y conocimientos de lenguas le permitieron enseñar, por ejemplo, francés y castellano mientras permaneció en Europa. Antes había comenzado cursos de Medicina, los que abandonó, y Derecho, aunque no llegó a recibirse de abogado.

Gustaba de buenas amistades, aunque era algo retraído: había conocido a Bolívar y Humboldt; en Inglaterra trabó amistad con el chileno Mariano Egaña y el guatemalteco José de Irisarri, entre otros. En la capital británica también editó algunas revistas, como la Biblioteca Americana y el Repertorio Araucano, que le permitieron seguir su labor periodística iniciada en Venezuela.

Si bien cumplía funciones diplomáticas para su nación y después para Chile como secretario de la legación, también gastaba horas en pequeños trabajos particulares, para su precaria mantención y la de su creciente familia: se había casado con María Ana Boyland, con quien tuvo tres hijos, uno de los cuales falleció muy pronto, al igual que la mujer de Bello. Este, tiempo después, se casó con Isabel Antonia Dunn, con quien tuvo tres hijos en Londres (en Chile se agregarían doce más).


Además tenía jornadas de lecturas por su cuenta, principalmente en el Museo Británico, del que se volvió asiduo. Vivía casi en la miseria y eso le llevó a buscar nuevos rumbos: así llegaría a Chile, donde alcanzaría la gloria y realizaría su labor más importante. En la finis terrae cambiaría su vida, pero también transformaría la vida del país que lo recibía.

 


Pasión por el orden

 

Poco después de llegar fue nombrado oficial mayor del ministerio de Hacienda, aunque rápidamente sus funciones comenzaron a exceder los encargos originales.

Las columnas del periódico recién fundado, El Araucano, resumían muy bien la visión de los vencedores en el conflicto civil – y que Bello haría propia –, pues se había pasado “de la guerra más desastrosa a la paz más imperturbable”. En Chile, Bello desarrollaría una verdadera “pasión por el orden”, como ha destacado Iván Jaksic en su excelente biografía sobre el sabio.

Se trataba de un hombre polifacético, quien estuvo prácticamente en todas las grandes tareas públicas durante su vida en Chile: fue senador por varios períodos, consejero para el gobierno interno y las relaciones internacionales y redactor de los mensajes presidenciales hasta 1860, entre muchas otras actividades. El cónsul norteamericano narró en 1836 su reunión con el presidente Joaquín Prieto, a quien se presentaba, agregando un pequeño comentario: los acompañaba Andrés Bello, quien sirvió de traductor, y quien era un hombre “de gran talento e integridad”.

La creación principal de don Andrés fue, precisamente, “la casa de Bello”, la Universidad de Chile, que dirigió hasta su muerte. Se convirtió rápidamente en un gran lugar de formación del sector dirigente chileno, además de centro del sistema educativo nacional por mucho tiempo. Su discurso de inauguración de la Universidad constituye una de las grandes piezas oratorias de la historia chilena.

También era poeta. En los versos contenidos en La oración por todos, que escribió a imitación de Víctor Hugo, Bello dedicaba unas líneas a su muerte y le pedía a su hija que rezara por él: “Y yo también (no dista mucho el día) /huésped seré de la morada oscura, /y el ruego invocaré de un alma pura, /que a mi largo penar consuelo dé. /Y dulce entonces me será que vengas, /y para mí la eterna paz implores, /y en la desnuda losa esparzas flores, /simple tributo de amorosa fe”.

La muerte de Bello, a los 86 años, constituyó una gran victoria. Fue una verdadera síntesis de su vida, como ha descrito Ana María Stuven: la prensa, el pueblo agradecido y las autoridades rindieron homenaje al gran hombre a quien el periódico El Ferrocarril había descrito como “el sabio más universal y más distinguido que haya producido nuestro continente”. Asistieron más de diez mil personas a sus funerales.

Andrés Bello había partido, pero se quedaba para siempre.

 

El autor es profesor del Instituto de Historia y de la facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile. Director del IES, Instituto de Estudios de la Sociedad.



[1] Artículo correspondiente al número 254, (12 al 25 de junio de 2009), en: http://www.capital.cl/miscel-neos/la-irrupci-n-silenciosa-de-andr-s-bello-2.html

 

 

 
 
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